Mientras escribo estas líneas con la madre de León Sedov a mi lado, continúan llegando de distintos países los telegramas de condolencia. Y para nosotros cada telegrama suscita la misma pregunta aterradora: “¿será posible que nuestros amigos de Francia, Holanda, Inglaterra, Estados Unidos, Canadá, Sudáfrica y acá en México acepten como consumado el hecho de que Sedov ya no existe?” Cada telegrama es una nueva señal de que él murió, pero nosotros aún no lo podemos creer. Y no es sólo porque fue nuestro hijo, fiel, abnegado, amante, sino, y sobre todas las cosas, porque él, más que nadie en la tierra, se había convertido en parte de nuestra vida, entrelazado con todas sus raíces, nuestro camarada partidario, nuestro colaborador, nuestro guardián, nuestro consejero, nuestro amigo.
De aquella generación más vieja, en cuyas filas ingresamos, hacia el final del siglo pasado, camino a la revolución, todos, sin excepción, han sido barridos de la faz de la tierra. Aquello que no lograron las condenas a trabajos forzados y los duros exilios zaristas, las penurias de la emigración, la Guerra Civil y la peste, en los últimos años lo ha logrado Stalin, el peor azote que castigó jamás a la revolución. Después de haber destruido a la generación más vieja, se destruyó también al mejor sector de la siguiente, o sea, la generación que despertó en 1917 y que se fogueó en los veinticuatro ejércitos del frente revolucionario. También se pisoteó y anuló a lo mejor de la juventud, los contemporáneos de León. El mismo sobrevivió por un milagro, debido a que nos acompañó al exilio y luego a Turquía. Durante los años de nuestra última emigración hicimos nuevos amigos, muchos de los cuales han penetrado íntimamente en nuestras vidas, convirtiéndose prácticamente en miembros de nuestra familia. Pero a todos ellos los conocimos por primera vez en estos últimos años, cuando ya la vejez se nos venía encima. León era el único que nos conoció cuando éramos jóvenes; él formó parte de nuestras vidas desde el primerísimo momento de su nacimiento. A pesar de su juventud parecía nuestro contemporáneo. Junto con nosotros pasó por nuestra segunda emigración: Viena, Zurich, París, Barcelona, Nueva York, Amherst (un campo de concentración en Canadá) y finalmente Petrogrado.
Cuando no era sino un niño - estaba por cumplir los doce años - había, a su modo, hecho la transición consciente de la Revolución de Febrero a la de Octubre.[2] Su niñez transcurrió entre altas tensiones. Agregó un año a su edad para poder ingresar más pronto al Komsomol [Juventud Comunista], que en aquel momento hervía con toda la pasión de la juventud que despertaba. Los jóvenes panaderos a quienes él llevaba la propaganda lo solían premiar con un crocante pan blanco y él, feliz, lo llevaba a casa bajo el brazo que se asomaba por la manga raída de su chaqueta. Aquellos eran años fogosos y fríos, de grandeza y de hambre. Para no diferenciarse de los demás, León, por su propia voluntad, abandonó el Kremlin y se fue a compartir el dormitorio de los estudiantes proletarios. No quiso viajar en nuestro automóvil, negándose a hacer uso de este privilegio de los burócratas. Pero sí participaba ardientemente en todos los Sábados Rojos y otras “movilizaciones de trabajo”, barriendo la nieve de las calles de Moscú, “liquidando” el analfabetismo, descargando el pan y la leña de los camiones y, más adelante, como estudiante de ingeniería, reparando las locomotoras. Si no llegó al frente de la guerra fue sólo porque ni siquiera agregarle dos o aun tres años a su edad le hubiese valido de nada, ya que aún no había cumplido los quince años cuando acabó la Guerra Civil. No obstante me acompañó varias veces, recibiendo las poderosas impresiones del frente, con plena conciencia del por qué de esta lucha sangrienta.
Los últimos informes de la prensa hablan de la vida de León Sedov en París “en las condiciones más modestas” (mucho más modestas, permítaseme agregar, que las de un obrero calificado). Incluso en Moscú, en aquellos años en que su padre y su madre ocupaban altos puestos, él vivía en condiciones no mejores, sino peores que las de los últimos años en París. ¿Era acaso ésta la regla entre la juventud de la burocracia? De ningún modo. Aun entonces él era una excepción. En este niño que iba hacia su pubertad y su adolescencia el sentido del deber y la proeza despertó muy temprano.
En 1923 León se lanzó de lleno al trabajo de la Oposición. Sería totalmente erróneo no ver en esto más que la influencia paterna. Después de todo, cuando abandoné el cómodo departamento en el Kremlin para irse a un dormitorio frío, deslucido, donde se pasaba hambre, lo hizo contra nuestra voluntad, a pesar de que no ofrecimos resistencia a esta decisión suya. El mismo instinto que lo obligaba a elegir los ómnibuses atestados de gente antes que los autos de lujo del Kremlin, determinó su orientación política. La plataforma de la Oposición simplemente dio una expresión política a rasgos inherentes a su carácter. León rompió totalmente con aquellos de sus compañeros de estudios a quienes sus padres burócratas arrancaron violentamente del “trotskismo” y se reunió con sus amigos los panaderos. Así, a los 17 años, comenzó su vida totalmente consiente de revolucionario. Pronto comprendió el arte del trabajo conspirativo, las reuniones ilegales y la publicación y distribución secretas de los documentos de la Oposición. Rápidamente el Komsomol desarrolló sus propios cuadros de dirigentes de la Oposición.
León tenía un gran talento para las matemáticas. Nunca se cansaba de ayudar a muchos obreros-estudiantes que jamás habían asistido al colegio secundario. Se dedicó a este trabajo con todas sus energías, alentando, dirigiendo, retando a los haraganes; el joven maestro sentía este trabajo como un servicio a su clase. Sus propios estudios en la Academia Superior Técnica se desarrollaban muy satisfactoriamente. Pero no ocupaban sino una parte de su jornada. La mayor parte de su tiempo, sus fuerzas y su espíritu los dedicaba a la causa de la revolución.
En el invierno de 1927, cuando comenzó la masacre policíaca de la Oposición, León había cumplido los veintidós años. En aquel tiempo le había nacido un hijo, y él lo solía traer orgullosamente al Kremlin para mostrárnoslo. Sin un momento de vacilación, sin embargo, León decidió separarse de sus estudios y de su joven familia para compartir nuestro destino en Asia Central. En esto actuó no sólo como un hijo, sino sobre todo como un compañero de ideas. Era esencial, a cualquier precio, garantizar nuestro contacto con Moscú. Durante este año, su trabajo en Alma Ata fue verdaderamente incomparable. Lo llamábamos nuestro ministro de relaciones exteriores, ministro de policía y ministro de comunicaciones. Y en el cumplimiento de todas estas funciones tuvo que depender de un aparato ilegal. Por encargo del centro de la Oposición en Moscú, el camarada X, muy abnegado y de mucha confianza, consiguió un carruaje y tres caballos y trabajó como cochero independiente entre Alma Ata y la ciudad de Frunze (Pishpek), que en aquel tiempo era la terminal del ferrocarril. Su tarea era hacemos llegar cada dos semanas el correo secreto de Moscú y llevar nuestras cartas y manuscritos de vuelta a Frunze, donde lo esperaba un mensajero de Moscú. Encontrarlo no era cosa fácil. A veces llegaban también correos especiales de Moscú. Nos alojábamos en una casa rodeada por las instituciones de la GPU y los cuarteles de sus agentes. El contacto con el exterior estaba enteramente en las manos de León. Solía salir de casa tarde en las noches lluviosas o cuando nevaba mucho o, eludiendo la vigilancia de los espías, solía esconderse de día en la biblioteca para encontrarse con el mensajero en un baño público o entre los yuyos espesos en las afueras de la ciudad o en la feria oriental, donde los kirghizes se amontonaban con sus caballos, sus burros y sus mercaderías. Siempre volvía entusiasta y feliz, con un brillo conquistador en los ojos y el precioso botín debajo de su ropa. Y así, durante un año, eludió a todos los enemigos. Lo que es más, mantuvo sus relaciones más “correctas”, casi “amistosas” con estos enemigos que eran los “camaradas” de ayer, haciendo gala de un tacto y disciplina extraordinarios, protegiéndonos cuidadosamente de toda molestia exterior.
En aquel tiempo la vida ideológica de la Oposición hervía como una caldera. Era el año del Sexto Congreso Mundial de la Internacional Comunista. Las encomiendas de Moscú llegaban con decenas de cartas, de artículos, de tesis de camaradas conocidos y desconocidos. Durante los primeros mese, antes del brusco cambio de conducta de la GPU, hasta recibimos muchas cartas por el correo oficial desde los diferentes lugares de exilio. Era necesario tamizar cuidadosamente este material tan diverso. Y fue en este trabajo que tuve la oportunidad de darme cuenta, no sin sorpresa, cómo, imperceptiblemente, había crecido este niño, qué bien podía juzgar a la gente (conocía muchos más oposicionistas que yo), hasta qué punto se podía confiar en su instinto revolucionario, que le permitía, sin ninguna vacilación, distinguir lo auténtico de lo falso, la substancia de la apariencia. Los ojos de la madre, la que mejor conocía a nuestro hijo, brillaban de orgullo durante nuestras conversaciones.
Entre abril y octubre recibimos aproximadamente 1.000 cartas y documentos políticos y alrededor de 700 telegramas. Durante este mismo período enviamos 550 telegramas y no menos de 800 cartas políticas, incluso una cantidad de trabajos sustanciosos, tales como la crítica del Proyecto del Programa de la Internacional Comunista, y otros.[3] Sin mi hijo, no podría haber realizado ni siquiera la mitad de este trabajo.
Una colaboración tan íntima, sin embargo, no significa que no hubo entre nosotros disputas, o incluso choques muy fuertes. Ni en aquel momento, ni más tarde, en la emigración, y hay que decirlo sinceramente, tuvieron mis relaciones con León un carácter parejo y plácido. A sus juicios categóricos, que a veces eran irrespetuosos para con los “viejos” de la Oposición, no sólo oponía yo correcciones y reservas categóricas, sino que también tuve para con él esa actitud pedante y exigente que había adquirido en cuestiones prácticas. Debido a esos rasgos, que son tal vez útiles y aun indispensables en el trabajo a gran escala, pero totalmente insoportables en una relación personal, la gente más allegada a mí a menudo tuvo que vérselas feas. Y ya que entre todos los jóvenes el más allegado era mi hijo, fue él quien tuvo que vérselas peor que los demás. A un observador superficia1 hasta le podría haber parecido que nuestra relación estaba impregnada de severidad y alejamiento. Pero debajo de esta superficie palpitaba un profundo cariño mutuo, basado sobre algo inmensamente más fuerte que los vínculos de la sangre: la solidaridad de opiniones y juicios, de simpatías y antipatías, de alegrías y tristezas vividas en común, de las grandes esperanzas que compartíamos. Y este cariño mutuo se encendía a veces como un fogonazo y su calor compensaba mil veces las pequeñas fricciones del trabajo diario.
Y así, a cuatro mil kilómetros de Moscú, a doscientos cincuenta kilómetros del ferrocarril más próximo, pasamos un año difícil e inolvidable que permanece en nuestra memoria bajo el signo de León, o más bien Levik o Levusiatka, como lo solíamos llamar.
En enero de 1929, el Buró Político decidió deportarme de la URSS, y nuestro destino resultó ser Turquía. Se les otorgó a los miembros de mi familia el derecho de acompañarme. Y otra vez, sin vacilar, León decidió compartir el exilio, separándose para siempre de su mujer y del niño a quienes amaba tanto.
Se abría un nuevo capítulo en nuestras vidas y sus primeras hojas estaban casi en blanco. Había que buscar nuevos contactos, nuevos conocidos, nuevos amigos. Y una vez más nuestro hijo lo fue todo para nosotros: nuestro vínculo con el mundo exterior, nuestro guardián, nuestro colaborador y secretario, como en Alma Ata, pero en una escala incomparablemente más amplia. En el tumulto de los años revolucionarios se había olvidado casi por completo de los idiomas extranjeros con los que se había familiarizado en su infancia más que con el ruso. Se le hizo necesario aprenderlos de nuevo. Comenzó nuestro trabajo literario conjunto. Mis archivos y mi biblioteca estaban totalmente en manos de León. Conocía profundamente las obras de Marx, Engels y Lenin. Estaba muy al tanto de mis libros y manuscritos, de la historia del Partido y de la Revolución y de la historia de la falsificación termidoriana. En el caos de la biblioteca pública de Alma Ata ya había estudiado los archivos de Pravda de la época de los Soviets, y reunido con infalible ingenio las citas y referencias necesarias. Ni una sola de mis obras de los últimos diez años hubiera sido posible sin este material precioso y sin las investigaciones que León realizaba en los archivos y en las bibliotecas, primero en Turquía, más tarde en Berlín y finalmente en París. Me refiero de un modo especial a la Historia de la Revolución Rusa. Aunque cuantitativamente importante, su colaboración no fue de ningún modo de carácter “técnico”. Su selección independiente de hechos, citas, caracterizaciones, frecuentemente determinaba tanto el método como las conclusiones de mi presentación. La revolución traicionada contiene muchas páginas que yo escribí basándome en varias líneas de las cartas de mi hijo y en las citas de los periódicos soviéticos que él me enviaba y que no me eran accesibles. Me suministró aun más material para la biografía de Lenin. Este tipo de colaboración sólo fue posible porque nuestra solidaridad ideológica se había hecha carne en nosotros. El nombre de mi hijo, con justo derecho, debe ir al lado del mío en casi todos los libros que escribí a partir de 1928.
Cuando todavía estaba en Moscú le faltaba un año y medio para completar su curso de ingeniería. Su madre y yo insistimos en que volviera a sus estudios abandonados mientras estábamos en el extranjero. Mientras tanto, en Prinkipo se había formado con éxito un nuevo grupo de colaboradores íntimamente relacionados con mi hijo. León aceptó marcharse sólo por una razón de peso: que en Alemania podría prestar a la Oposición Internacional de Izquierda servicios valiosísimos. A la vez que recomenzaba sus estudios científicos en Berlín, León se lanzaba de lleno a la actividad revolucionaria. Pronto se convirtió en el representante de la sección rusa en el Secretariado Internacional. Las cartas que en aquella época nos escribía a su madre y a mí demuestran con qué rapidez se había aclimatado a la atmósfera política de Alemania y de Europa occidental, qué bien juzgaba a la gente y medía las diferencias y los innumerables conflictos de aquel primer período de nuestro movimiento. Su instinto revolucionario, enriquecido ya por una experiencia seria, le permitía casi siempre hallar por su cuenta el camino correcto. ¡Cuántas veces nos alegramos cuando, al abrir una carta que acababa de llegar, encontrábamos en ellas las mismas ideas y conclusiones a las que yo acababa de dedicar mi atención! ¡Y qué felicidad profunda y serena la suya cuando encontraba tal coincidencia de ideas! La colección de las cartas de León constituirá, sin duda una de las fuentes más valiosas para el estudio de la prehistoria interna de la Cuarta Internacional.
Pero la cuestión rusa seguía ocupando el centro de su atención. Cuando aún vivía en Prinkipo, se convirtió en el editor de hecho del Boletín de la Oposición Rusa desde que éste comenzó a aparecer (mediados de 1928) y se hizo cargo totalmente de este trabajo (principios de 1931) al llegar a Berlín, adonde se trasladó inmediatamente el Boletín desde París. La última carta que recibimos de León, escrita el 4 de febrero de 1938, doce días antes de su muerte, comienza con las siguientes palabras: “Te envío las pruebas de galera del Boletín, ya que el próximo barco tardará en zarpar, y el Boletín estará impreso recién mañana en la mañana”. La publicación de cada número era un pequeño acontecimiento en su vida; un pequeño acontecimiento que exigía grandes esfuerzos: armar el número, pulir la materia prima, corregir cuidadosamente las pruebas de imprenta mantener una puntual correspondencia con amigos y colaboradores y, no menos importante, reunir los fondos para publicarlo. ¡Pero qué orgulloso estaba de cada número que “salió bien”!
Durante los primeros años de la emigración mantenía una nutrida correspondencia con los oposicionistas de la URSS. Pero para 1932 la GPU había destruido prácticamente todos nuestros contactos. Se hizo necesario buscar nuevas informaciones por los medios más complicados. León estaba siempre alerta, buscando ávidamente canales de comunicación con Rusia, persiguiendo a los turistas que regresaban, a los estudiantes soviéticos asignados al extranjero, o a funcionarios simpatizantes en las representaciones extranjeras. Con el fin de no comprometer a sus informantes, se pasaba horas recorriendo las calles de Berlín y más tarde las de París para despistar a los espías de la GPU que lo seguían. En todos estos años no hubo ni un solo caso de alguien que sufriera a causa de una indiscreción, descuido o imprudencia por parte de León.
En los archivos de la GPU figuraba con el apodo de “Sinok” o “hijito”. Según el difunto Ignace Reiss, en la Lubianca [oficina principal de la GPUJ se dijo más de una vez: “El hijito hace su trabajo astutamente. Al viejo no le resultaría tan fácil sin él.” Era cierto. No hubiera sido fácil sin él. Será muy difícil sin él. Y fue precisamente por eso que los agentes de la GPU, infiltrándose incluso en las organizaciones de la Oposición, rodearon a León de una espesa telaraña de espionaje, intrigas y complots. En los Juicios de Moscú, su nombre invariablemente aparecía junto al mío. ¡Moscú estaba buscando medios para deshacerse de él a toda costa!
Después de subir Hitler al poder, el Boletín de la Oposición Rusa quedó proscrito inmediatamente. León permaneció en Alemania varias semanas llevando a cabo un trabajo clandestino, escondiéndose de la Gestapo en diferentes departamentos. Su madre y yo dimos la señal de alerta, insistiendo en que se alejara de Alemania inmediatamente. En la primavera de 1933 León finalmente decidió abandonar el país que había llegado a conocer y amar, se trasladó a París y el Boletín lo siguió. Aquí León otra vez reinició sus estudios. Tuvo que pasar un examen para un colegio secundario francés, y luego, por tercera vez, empezar el primer año en la Facultad de Física y Matemáticas de la Sorbona. En París vivía en condiciones muy difíciles, siempre escaso de dinero, ocupándose de los estudios científicos en la Universidad en los momentos perdidos, pero gracias a su capacidad excepcional los completó y obtuvo su diploma. En París, aun más que en Berlín, dedicaba sus principales esfuerzos a la revolución y a colaborar conmigo en mis trabajos literarios. Durante los últimos años, León comenzó a escribir más sistemáticamente para la prensa de la Cuarta Internacional. Algunas indicaciones aisladas, especialmente las notas sobre sus recuerdos para mi autobiografía, me hicieron sospechar ya en Prinkipo que tenía talento literario. Pero estaba recargado de trabajo y, ya que teníamos ideas y temas comunes, dejaba para mí el trabajo literario. Si mal no recuerdo, en Turquía escribió un solo artículo importante: Stalin y el Ejército Rojo o cómo se escribe la historia; utilizó el seudónimo de N. Markin, un marinero revolucionario a quien se había ligado en la infancia, por lazos de amistad que la admiración hacía más profunda. Este artículo fue incluido en mi libro La escuela de falsificación de Stalin. Posteriormente sus artículos empezaron a aparecer cada vez más frecuentemente en las páginas del Boletín y en las otras publicaciones de la Cuarta Internacional, y siempre los escribía presionado por la necesidad, León escribía únicamente cuando tenía algo que decir y sabía que no había nadie que lo pudiese decir mejor. Durante la época de nuestra vida en Noruega me pidieron, desde varios lugares, un análisis del movimiento stajanovista que, hasta cierto punto, nos tomó por sorpresa. Cuando se hizo evidente que mi prolongada enfermedad me impedía cumplir esta tarea, León me envió el borrador de un artículo escrito por él sobre el stajanovismo, con una carta muy modesta que lo acompañaba. El trabajo me pareció excelente, tanto por lo serio y exhaustivo del análisis como por la frescura y claridad de su exposición. ¡Me acuerdo qué contento estaba León con mi cálida alabanza! Este artículo se publicó en varios idiomas[4] y planteó el punto de vista correcto acerca de esta obra de arte “socialista” bajo el látigo de la burocracia. Decenas de artículos posteriores no han agregado nada esencial a este análisis.
La principal obra literaria de León fue El Libro Rojo de los Juicios de Moscú, dedicado al Proceso de los Dieciséis (Zinoviev, Kamenev, Smirnov y otros). Fue publicado en francés, ruso y alemán. En aquel momento mi esposa y yo estábamos presos en Noruega, atados de pies y manos, blanco de la difamación más monstruosa. Hay ciertas formas de parálisis que permiten que sus víctimas oigan y comprendan todo pero no puedan mover un solo dedo para apartar el peligro mortal. El gobierno “socialista” noruego nos sometió precisamente a esta parálisis. ¡Qué don tan valioso fue para nosotros, en estas circunstancias, el libro de León, la primera respuesta aplastante a los falsificadores del Kremlin! Las primeras pocas páginas, me acuerdo, me parecieron deslucidas. Se debía a que en ellas sólo se trataba de reafirmar una apreciación política, ya hecha con anterioridad, sobre la situación general de la URSS. Pero a partir del momento en que el autor se hizo cargo de un análisis propio del juicio quedé completamente absorto. Cada capítulo que leía me parecía mejor que el anterior. “Bien hecho, Levusiatka” decíamos mi mujer y yo. “¡Tenemos un defensor!” ¡Cómo deben de haber brillado sus ojos cuando leía nuestra cálida alabanza!. Varios diarios, en particular el órgano central de la socialdemocracia danesa, dijeron que con seguridad, al parecer, a pesar de las severas condiciones de mi arresto, yo había encontrado los medios de participar en el trabajo que apareció firmado por Sedov. “Se siente la pluma de Trotsky...” Todo esto no es sino una... ficción. En este libro no hay una sola línea mía. Muchos camaradas que tendían a considerar a Sedov simplemente como el hijo de Trotsky - del mismo modo que a Karl Liebknecht se lo consideraba, hace mucho tiempo, sólo como el hijo de Wilhelm Liebknecht[5] - se pudieron convencer, aunque no sea más que por este librito, de que se trataba de una figura no sólo independiente, sino también destacada.
Así como escribía, León hacía todo lo demás, es decir, a conciencia, estudiando, reflexionando, revisando. Desconocía la vanidad de “ser el autor”. La declamación agitativa no lo atraía. Al mismo tiempo, cada línea que escribía ardía con un fuego vivo, que brotaba de su auténtico temperamento revolucionario.
A este temperamento lo formaron y fortalecieron los hechos de la vida personal y familiar vinculados íntimamente a los grandes hechos políticos de nuestra época. En 1905 su madre estaba en una cárcel de Petrogrado esperando al niño. Un soplo de liberalismo la liberó en otoño. En febrero del año siguiente nació el niño. Para aquel entonces yo ya estaba encarcelado. Sólo pude ver a mí hijo por primera vez trece meses más tarde, cuando escapé de Siberia. Sus primeras impresiones tenían el aliento de la primera revolución rusa cuya derrota nos llevó a Austria. La guerra que nos obligó a irnos a Suiza golpeó la conciencia del niño de ocho años. La siguiente gran lección para él fue mi deportación de Francia. A bordo del barco él conversó, por señas, con un fogonero catalán acerca de la revolución. La revolución significaba para él toda clase de bondades, sobre todo el regreso a Rusia. En el viaje a América, cerca de Halifax, el Levik de once años golpeó a un oficial británico con el puño. Sabía a quién golpear; no a los marineros que me sacaron del barco, sino al oficial que dio la orden. En Canadá, durante mi encarcelamiento en el campo de concentración, aprendió a esconder las cartas que la policía no había leído, y a colocarlas, sin ser visto, en el buzón. En Petrogrado se vio inmediatamente sumergido en la atmósfera de provocación contra los bolcheviques. En la escuela burguesa donde fue inscrito al principio, los hijos de los liberales y social-revolucionarios lo golpearon porque era el hijo de Trotsky. Una vez vino al Sindicato Maderero, donde trabajaba su madre, con la mano toda ensangrentada. Había tenido una discusión política en el colegio con el hijo de Kerenski.[6] En las calles se unía a todas las manifestaciones bolcheviques, buscaba, detrás de los portones, refugio de las fuerzas armada de lo que fue entonces el Frente Popular (la coalición de cadetes, social-revolucionarios y mencheviques). Después de las Jornadas de Julio[7], pálido y flaco, me visitó en la cárcel de Kerenski-Seretelli.[8] En la casa de un coronel conocido, durante la cena, León y Serguei[9] se lanzaron, cuchillo en mano, contra un oficial que había dicho que los bolcheviques eran agentes del Kaiser. Dieron una respuesta más o menos igual al ingeniero Serebrovski, ahora miembro del Comité Central stalinista, cuando éste trató de asegurarles que Lenin era... un espía alemán. Levik pronto aprendió a apretar sus jóvenes dientes cuando leía las difamaciones en los diarios. Pasó las Jornadas de Octubre en compañía del marino Markin, quien, en sus momentos libres, en un sótano, lo instruía en el arte del tiro al blanco.
Así se formaba un futuro combatiente. Para él la revolución no era una abstracción. ¡Oh, no!. Impregné todo su ser. De ahí su actitud seria hacia el deber revolucionario que comenzaba con los Sábados Rojos y la ayuda escolar a los estudiantes atrasados. Es por eso que más tarde se unió con tanto fervor a la lucha contra la burocracia. En otoño de 1927 León hizo una gira “oposicional” a los Urales en compañía de Mrajkovski y Beloborodov.[10] Al volver, ambos hablaron con un auténtico entusiasmo de la conducta de León durante la lucha dura y desesperada, de sus discursos intransigentes en las reuniones de la juventud, de su coraje físico frente a las bandas de matones de la burocracia, del coraje moral que le permitía enfrentar la derrota manteniendo en alto su joven cabeza. Cuando regresó de los Urales, habiendo madurado durante esas seis semanas, a mí ya me habían expulsado del Partido. Fue necesario prepararnos para el exilio. León no era imprudente ni hacía aludes de su valentía. Era sabio, cauteloso y calculador. Pero sabía que el peligro era un elemento constitutivo tanto de la revolución como de la guerra. Cada vez que era preciso, y sucedía a menudo, supo hacerle frente al peligro. Su vida en Francia, donde la GPU tiene amigos en casi todos los pisos del edificio gubernamental, era una cadena casi ininterrumpida de peligros. Matones profesionales seguían sus pasos. Vivían en los departamentos próximos al suyo. Robaban sus cartas y sus archivos y escuchaban sus conversaciones telefónicas. Cuando después de una enfermedad pasó dos semanas a orillas del Mediterráneo - las únicas vacaciones que tuvo en años - los agentes de la GPU se alojaron en la misma pensión.
Una vez, hizo los arreglos para viajar a Mulhausen a fin de conferenciar con un abogado suizo respecto a una acción legal contra las difamaciones de la prensa stalinista; en la estación lo esperaba toda una pandilla de agentes de la GPU. Eran los mismos que más adelante mataron a Ignace Reiss. León evitó una muerte segura sólo porque en vísperas de su partida se enfermó, tuvo mucha fiebre y no pudo salir de París. Las autoridades judiciales de Francia y Suiza han verificado todos estos hechos. ¿Y cuántos permanecen aún sin aclarar? Hace tres meses sus amigos más íntimos nos escribieron que León corría demasiado peligro en París e insistían en que debía ir a México. León contesto: El peligro es innegable, pero hoy París es un puesto de batalla demasiado importante; sería un crimen abandonarlo. No quedaba otra cosa que hacer, sino inclinar la cabeza ante este argumento.
Era lógico que, cuando en otoño del año pasado una serie de agentes soviéticos extranjeros comenzaron a romper con el Kremlin y la GPU, León estuviera relacionado con estos sucesos.
Ciertos amigos protestaron contra esa asociación con aliados nuevos y “no probados”: era posible que se presentara una provocación. León contestó que sin duda se corría un riesgo, pero que no era posible desarrollar este movimiento importante si nos quedábamos al margen. También esta vez tuvimos que aceptar a León tal como lo formaron la naturaleza y la situación política. Como auténtico revolucionario, le daba valor a la vida sólo en la medida en que ésta servía para la lucha del proletariado por la liberación.
El 16 de febrero apareció un breve comunicado en los diarios vespertinos de México; decía que León Sedov había muerto después de una operación quirúrgica. Absorto en un trabajo urgente, no vi estos diarios. Por iniciativa propia, Diego Rivera verificó y confirmó por radio este comunicado y vino a traerme la terrible noticia. Una hora más tarde le avisé a Natalia que nuestro hijo había muerto, en el mismo mes de febrero en que, hacía 32 años, ella me trajo a la cárcel la noticia de su nacimiento. Así terminó para nosotros el día 16 de febrero, el más negro de nuestra vida personal.
Habíamos esperado muchas cosas, casi cualquier cosa, pero no eso, porque no hacía mucho que León nos había escrito sobre su intención de conseguir trabajo como obrero en una fábrica. Simultáneamente expresaba la esperanza de escribir la historia de la Oposición rusa para un instituto científico. Rebosaba de planes. Sólo dos días antes de la noticia de su muerte recibimos una carta suya, con fecha del 4 de febrero, desbordante de coraje y vitalidad. Está aquí, delante mío: “Estamos haciendo los preparativos”, escribía, “para el juicio en Suiza, donde la situación es muy favorable tanto en lo que se refiere a la así llamada ‘opinión pública’ como a las autoridades.” A continuación enumeraba una serie de hechos y síntomas favorables. “En somme nous marquions des points.” La carta irradia confianza a en el futuro, ¿De dónde salió entonces esta enfermedad maligna y esta muerte repentina? ¿En doce días? Para nosotros un velo de misterio envuelve toda esta cuestión. ¿Se aclarará alguna vez? La primera suposición, y la más natural, es que lo envenenaron. Para los agentes de Stalin no constituía una gran dificultad el llegar hasta León, su ropa, su comida. ¿Pueden los peritos, incluso los que no estén trabados por consideraciones “diplomáticas”, llegar a conclusiones definitivas en lo que se refiere a este aspecto? Paralelamente con la química bélica, el arte de envenenar ha logrado hoy día un desarrollo extraordinario. Seguramente, los secretos de este arte no son accesibles para un mortal común. Pero los envenenadores de la GPU tienen acceso a todo. Es perfectamente posible imaginar un veneno que no pueda detectarse después de la muerte, ni aun con los análisis más cuidadosos. ¿Y quién va a garantizar ese cuidado? ¿O quizás lo mataron sin recurrir a la química? Este hombre joven, profundamente sensible y tierno tuvo que soportar demasiado. Los largos años de una campaña de mentiras contra su padre y los mejores de sus camaradas mayores, a quienes León estaba acostumbrado a reverenciar y a amar desde su infancia, habían ya sacudido su organismo moral. La larga serie de capitulaciones por parte de los miembros de la Oposición lo golpeó con no menor dureza. Luego, en Berlín, se suicidó, mi hija mayor, a quien Stalin había apartado de su familia, de su medio ambiente, y lo hizo con toda perfidia, de puro revanchismo. León se encontró con el cadáver de su hermana mayor y con su hijo de seis años, de quien hubo de hacerse cargo. Decidió tratar de comunicarse telefónicamente con su hermano menor, Serguei, que estaba en Moscú. Contrariamente a lo que cabía esperar, se logró la comunicación telefónica, ya sea porque la GPU estaba momentáneamente desconcertada ante el suicidio de Zina, o porque esperaban poder oír algunos secretos. Así León pudo transmitirle, con su propia voz, la trágica noticia. Así fue la última conversación entre nuestros dos muchachos, los hermanos condenados a muerte, que se comunicaban por encima del cuerpo, caliente aún, de su hermana. Cuando nos escribía sobre su odisea, sus cartas eran lacónicas, magras y comedidas. Nos ahorró demasiados sufrimientos. Pero en cada línea uno sentía una tensión moral insoportable.
León soportaba las dificultades y privaciones materiales sin quejas, con humor, como un verdadero proletario; pero, por supuesto, también ellas dejaron su huella. Los efectos de las constantes torturas morales resultaban infinitamente más angustiosos. El Juicio a los Dieciséis en Moscú, el carácter monstruoso de las acusaciones, los testimonios de pesadilla de los acusados, entre ellos Smirnov y Mrajkovski, a quienes León conocía y amaba tanto; el encarcelamiento inesperado de su padre y su madre en Noruega, el período de cuatro meses sin noticias; el robo de sus archivos; la forma misteriosa en que nos llevaron a mi mujer y a mí a México. El segundo Juicio de Moscú, con sus acusaciones y confesiones aun más delirantes, la desaparición de su hermano Serguei, acusado de “envenenar a los obreros”; el fusilamiento de infinitos hombres que, o habían sido amigos o lo siguieron siendo hasta el fin; la persecución y los atentados por parte de la GPU en Francia, el asesinato de Reiss en Suiza, las mentiras, la bajeza, la perfidia, las estratagemas para incriminarlo.
No; “stalinismo” no era para León un abstracto concepto político, sino una serie de golpes morales y heridas espirituales. Si los amos del Kremlin recurrieron a la química, o si todo lo que ya habían hecho resultó suficiente, la conclusión es la misma: fueron ellos los que lo mataron. Marcaron el día de su muerte como una celebración importante en el calendario termidoriano.
Antes de matarlo hicieron todo lo posible por difamar y denigrar a nuestro hijo a los ojos de sus contemporáneos y de la posteridad. Caín Dshugasvili [Stalin] y sus verdugos trataron de hacer ver que era un agente del fascismo, un partidario secreto de la restauración capitalista en la URSS, el organizador de descarrilamientos de trenes y de asesinatos de obreros. Los esfuerzos de los sinvergüenzas son vanos. Las toneladas de mugre termidoriana rebotan contra esta joven figura sin dejar una sola mancha. León era un ser profundamente humano, limpio, honesto, puro. Podría relatar la historia de su vida (desgraciadamente tan breve) ante cualquier asamblea de la clase trabajadora y relatarla día por día, tal como, brevemente, la he relatado aquí. No había nada de que pudiera avergonzarse, nada que esconder. La nobleza moral era el rasgo distintivo de su carácter. Porque era fiel a sí mismo, sirvió a la causa de los oprimidos sin vacilaciones. De las manos de la naturaleza y de la historia salió como un hombre de temple heroico. Necesitamos hombres de esa envergadura para los tremendos acontecimientos que se aproximan. Si León hubiera vivido lo suficiente como para participar en estos hechos hubiéramos conocido sus verdaderas dimensiones. Pero no vivió. ¡Nuestro León, joven, hijo, luchador heroico, ya no está!
Su madre, que había intimado con él más que nadie, y yo estamos viviendo estas horas terribles recordando su imagen, rasgo por rasgo, sin poder creer que él ya no está, y llorando porque es imposible no creerlo. ¿Cómo nos podemos acostumbrar a la idea de que en esta tierra ya no existe este cálido ser humano, ligado a nosotros por vínculos indisolubles de recuerdos en común, de mutuo entendimiento y de tierno cariño? Nadie nos conoció y nadie nos conoce, con nuestras debilidades y nuestros lados fuertes, tan bien como nos conocía él. Era parte de nosotros, la parte joven de nosotros. Por centenares de canales, nuestro pensamiento y nuestro sentimiento iban hacia él a París. Junto con nuestro muchacho ha muerto lo que quedaba de joven en nosotros.
Adiós, León, adiós querido e incomparable amigo. Tu madre y yo nunca pensamos, nunca esperamos que el destino nos fuera a imponer esta terrible tarea de escribir tu obituario. Vivíamos firmemente convencidos de que mucho tiempo después de que nos hubiéramos ido serías tú el continuador de nuestra causa común. ¡Pero no pudimos protegerte! Adiós, León. Legamos tu recuerdo irreprochable a las generaciones más jóvenes de los obreros del mundo. Con justicia tú vivirás en los corazones de todos aquellos que trabajan, sufren y luchan por un mundo mejor. ¡Jóvenes revolucionarios de todos los países! ¡Aceptad de nosotros el recuerdo de nuestro León, adoptadlo como vuestro hijo - es digno de ello - y dejad que, a partir de ahora, participe invisible de vuestras batallas, ya que el destino le ha negado la dicha de participar de vuestra victoria final!
México, 1938.
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